Más allá de mi sendero: del sesgo individual a la visión compartida.
Hace algunos años, en una cena social en la ciudad de Guatemala, tuve el privilegio de conocer a la primera mujer centroamericana en escalar el Everest. Desde el primer momento sentí una profunda curiosidad por su historia. ¿Qué se aprende después de enfrentarse cara a cara con la montaña más alta del mundo? ¿Qué transforma a una persona después de una experiencia tan extrema?
No lo dudé: cuando por fin pude conversar con ella, le pregunté cuáles habían sido sus aprendizajes más importantes. Me compartió varios, todos significativos, pero hubo uno que me marcó profundamente.
Me dijo: “Un tiempo después de haber bajado de la montaña, nos reunimos todos el grupo con el que compartí la expedición y nos sentamos en círculo para hablar sobre lo vivido. Y ahí nos llevamos una gran sorpresa: nos dimos cuenta de que cada uno había escalado una montaña diferente”.
Me quedé en silencio unos segundos. No entendía del todo. ¿Cómo es posible que cada quien haya subido una montaña distinta si todos estuvieron en el mismo lugar, enfrentaron el mismo clima, compartieron carpas, decisiones, miedos?
Se lo pregunté. Y su respuesta fue tan simple como profunda: “La montaña era la misma, sí, pero cada persona la vivió, la sintió y la interpretó desde su propia historia, desde sus miedos, desde sus fuerzas, desde su manera de estar en el mundo. Las descripciones que compartimos eran tan distintas, que parecían experiencias en montañas diferentes”.
Ese momento fue revelador. Porque entendí, con una claridad nueva, algo que vengo observando desde hace años en las organizaciones: ninguno ve a la organización tal como es. Cada uno la observa según sus propios lentes y el lugar que ocupa en el sistema organizacional.
Lo que vemos en una empresa, en un equipo, en una cultura organizacional, está filtrado por nuestros propios lentes: nuestro rol, nuestra historia, nuestras heridas, nuestras expectativas, nuestras creencias, nuestras inseguridades, nuestras ambiciones. Todos convivimos en una misma montaña organizacional, pero la estamos viendo desde distintas alturas, distintos senderos, distintos climas internos.
Y esto, lejos de ser un problema, es una oportunidad. Es una posibilidad de crecimiento.
Porque cuando aceptamos desde la madurez que no hay una sola mirada “correcta” u “objetiva”, sino muchas perspectivas coexistiendo, podemos empezar a construir algo más grande que nuestras propias interpretaciones individuales. Como dice mi querido amigo Jorge Luis Talavera: “la igualdad es una construcción cultural”. Lo verdaderamente humano no es la uniformidad, sino la diferencia. Somos diferentes porque somos humanos, y somos humanos porque somos diferentes.
La lección de la montaña nos invita a abrazar esa diversidad de miradas. A dejar de aferrarnos a nuestra versión como la única válida. A preguntarnos: ¿cómo ve la montaña el otro? ¿Qué partes ve él o ella que yo no alcanzo a ver desde donde estoy?
Con el tiempo entendí, además, que esa capacidad de “ver colectivamente” no aparece sola. No es una iluminación que llega por arte de magia después de un offsite inspirador. Se construye en la cosa más humana y cotidiana que tenemos: conversaciones. No cualquier conversación, sino esas que nos permiten sacar los supuestos a la luz, legitimar que el otro vea distinto y, desde ahí, trazar un mapa común. Cuando no hay visión compartida, la acción se fragmenta: cada área corre su propio maratón, cada líder empuja su propia cuerda, y el equipo se vuelve un conjunto de esfuerzos bienintencionados pero descoordinados. Cuando hay visión compartida, la energía se alinea y el avance se siente distinto: más simple, más limpio, más honesto.
Pienso en una reunión de producto que presencié hace poco. Dos directores defendían posiciones opuestas como si estuvieran en montañas enemigas: “Necesitamos salir ya” versus “No podemos sacrificar calidad”. La conversación iba camino al pantano hasta que alguien sin grandilocuencias dijo: “Pará, ¿desde dónde estás mirando vos?”. El clima cambió un poco. Uno habló del cliente que se nos iba si no lanzábamos la actualización; el otro habló de los reclamos que habían drenado al equipo el trimestre pasado. No hubo ganadores ni perdedores, hubo contexto. Y cuando apareció el contexto, apareció también la pregunta que abre camino: “Si honramos tu preocupación, ¿qué te gustaría que cuidemos de la mía?”. No fue una técnica, fue un gesto. Pero ese gesto hizo algo concreto: pasó de la pelea por la razón a la construcción de criterios. En veinte minutos definieron qué significaba “suficiente calidad” para poder salir, qué riesgos mirar de cerca y cuándo volver a hablar del tema. No hubo milagro; hubo una conversación de calidad.
A veces confundimos conversar con intercambiar opiniones. Conversar, en este sentido, es otra cosa: es animarnos a decir desde dónde miramos y qué necesitamos; es escuchar para entender y no para responder; es sintetizar en voz alta lo que ya es común y lo que todavía no; es animarnos a cerrar con claridad qué decidimos, por qué y cómo vamos a saber si tenemos que corregir. Conversaciones así no son un “proceso” rígido: son hábitos de equipo. Pequeños rituales que descomprimen. Por ejemplo: antes de entrar en soluciones, una ronda breve donde cada quien diga qué ve, qué le preocupa y qué considera innegociable; y al final, dos minutos para chequear si la decisión se entiende y quién hace qué. Parece menor, pero es lo que le devuelve sentido a la marcha.
La legitimidad también se dice. A veces alcanza con poner en palabras algo tan sencillo como: “Es válido que lo veas distinto, ayudame a entender qué estás mirando”. Esa frase no resuelve el desacuerdo, pero abre una puerta que la defensa cierra. En mi experiencia, cuando esa puerta se abre, emergen las montañas que cada uno trae dentro: el miedo a fallar, la presión por el número, la apuesta por el cliente, la lealtad al equipo. Y cuando esas montañas internas se nombran, se ordenan. No desaparecen; se ordenan. Y al ordenarse, aparece la posibilidad de decidir mejor.
No se trata de convertir la empresa en una asamblea interminable ni de romantizar la diferencia. Se trata de algo más sobrio: de pasar del “mi versión” al “nuestra visión”, lo suficientemente compartida como para coordinar acción y lo suficientemente humilde como para revisarse cuando la realidad cambie. Al fin y al cabo, un equipo de alto desempeño no es aquel que escala más rápido, sino aquel que es capaz de reconocerse en sus diferencias, escucharse en profundidad y construir una mirada común que honre todas las pequeñas montañas que cada uno ha tenido que escalar.
Si hoy tu organización se siente dispersa, probá con un gesto mínimo en tu próxima reunión: preguntá “¿desde dónde mira cada uno?” y cerrá con “¿qué decidimos y qué vamos a cuidar?”. No es un marco ni una metodología; es el comienzo de una conversación distinta. A veces eso alcanza para que la niebla se levante y el sendero aparezca.
Y vos, ¿desde qué parte de la montaña estás viendo hoy tu organización? ¿Y con quién vas a conversar para ver un poco más lejos?

