Nadie transforma lo que no puede abrazar
Transformar una organización no es solo rediseñar estructuras o lanzar nuevas estrategias. El cambio real, el que perdura, exige una disposición más incómoda y menos evidente que es mirar la realidad tal como es, sin maquillaje ni juicios, y estar dispuesto a construir desde ahí.
Porque no se puede liderar lo que, en el fondo, se rechaza. No se puede transformar lo que no se está dispuesto a abrazar primero.
Este desafío se vuelve especialmente complejo en empresas que crecieron rápido, con fundadores todavía muy presentes. Son ecosistemas donde se entrelazan historias intensas, decisiones forjadas en la urgencia y lógicas que alguna vez fueron exitosas, pero que hoy empiezan a quedar obsoletas frente a los nuevos desafíos.
En ese escenario, es común que lleguen nuevos líderes. Vienen con buenas intenciones, una mochila llena de herramientas valiosas y la experiencia para implementarlas. Pero a menudo también traen una expectativa, a veces silenciosa o a veces explícita, de que el sistema se adapte a ellos, de que el fundador dé un paso al costado, que el equipo funcione de otra manera, que las decisiones se tomen “como se debe”.
¿Qué tiene que estar pasando por la cabeza de alguien para creer que una organización que ha crecido, sobrevivido y evolucionado durante años debe, de un día para otro, adaptarse a sus expectativas personales?
Y es ahí donde algo empieza a quebrarse.
Un líder llega con una metodología ágil de manual. Ni bien se presenta, propone una reestructuración. No ha tomado ni un café con el equipo que lleva quince años apagando incendios con un método propio, imperfecto pero probado en el campo de batalla. El primer enfoque genera resistencia inmediata; el segundo construye un puente.
Cambiar no es instalar un nuevo software en un sistema antiguo.
Es reescribir parte del código base mientras ese sistema sigue funcionando en tiempo real. Y eso, inevitablemente, exige vínculo. Conexión. Presencia. No es un ejercicio técnico ni conceptual; es, sobre todo, un trabajo profundo con uno mismo.
Solo quienes no han trascendido su ego ingresan a un sistema creyendo que este debe adaptarse a su visión del mundo. Pueden tener razón, pueden traer ideas potentes, estrategias brillantes. Pero todo eso sirve de muy poco si no hay una conexión genuina con las personas que habitan ese sistema. Sin vínculo, las mejores ideas se desvanecen en el aire. Y el otro camino, el del poder coercitivo, el de forzar el cambio por autoridad ya sabemos cómo termina, con victorias frágiles, cambios transitorios e insostenibles.
Estar en sintonía con la realidad no es resignarse.
No es rendirse. Es asumir que el único punto de partida posible es el que existe hoy, con sus complejidades, su historia, sus luces y sus sombras. Es desde ahí, y solo desde ahí, donde se puede empezar a mover algo. Sin pelearse con el pasado. Sin fragmentar a las personas. Sin instalar tensiones innecesarias.
La tensión es parte del cambio, sí. Pero hay una diferencia abismal entre la tensión creativa que moviliza y la tensión destructiva que paraliza. Esa diferencia la marca, casi siempre, la calidad del liderazgo.
Por eso, transformar no es imponer una nueva narrativa. Es crear un nuevo tipo de conversación. Una que nace de la escucha, de la humildad y del encuentro genuino.
Porque solo cuando dejamos de oponernos a lo que es, empezamos a crear lo que podría ser.
La pregunta que queda abierta, entonces, no es solo para la organización.
Es profundamente personal:
¿Desde dónde estoy intentando liderar el cambio?
¿Desde el ego que necesita imponer su visión, o desde una presencia que busca transformar sin destruir lo que intenta mejorar?